LEGISLACIÓN LÍQUIDA Y NUEVAS REFORMAS LABORALES
José Luján Alcaraz
Posiblemente la aportación fundamental de ZYGMUNT BAUMAN, el recientemente
fallecido sociólogo polaco, ha sido su certera comprensión de la fase actual de
la historia de la humanidad que él entendía marcada por la desaparición de las
realidades sólidas sobre las que habían progresado las generaciones precedentes.
Todo lo que era sólido —por decirlo con el muy baumaniano título del ensayo de MUÑOZ
MOLINA (Seix Barral, 2013)— se ha desvanecido. Ahora vivimos instalados en la “modernidad líquida” [BAUMAN, Z., Liquid modernity (2000). Edición en
español de Fondo de Cultura Económica, 2003]. Un mundo individualista y
precario, dominado por la instantaneidad (“mentalidad a corto plazo”) y el
consumismo (la “estética del consumo”
reemplaza a la vieja ética del trabajo). Un mundo en el que los relatos, las
creencias y los valores que habían orientado el curso de la historia desde el
final de la Segunda Guerra Mundial se han relativizado y disuelto.
“Sociedad líquida”, “vida líquida”, “tiempo
líquido”, “amor líquido”, “arte líquido” o “miedo líquido” son especies o
tópicos de esta particular representación
del mundo que BAUMAN analizó a lo largo de su carrera. Curiosamente, sin embargo,
no parece que manejara la categoría de “legislación
líquida”, aunque desde luego pudo haberlo hecho para connotar la producción
normativa típica de su “modernidad
líquida”.
En todo caso, la expresión se emplea en
España, por ejemplo, para calificar críticamente las repetidas modificaciones
del Código Penal cuya finalidad es meramente simbólica (VILAPLANA RUIZ, J.,
“Legislación líquida”, Diario La Ley,
núm. 7980, 2012). Y el mismo rótulo podría utilizarse para caracterizar —y
denunciar— las formas con que el legislador suele intervenir en una parcela de
las relaciones humanas tan sensible a las transformaciones características de la
modernidad líquida como las relaciones de trabajo y de protección social [sobre
éstas, véase especialmente el capítulo IV de Modernidad líquida. Asimismo, es muy recomendable el acercamiento a
estas cuestiones que BAUMAN lleva a cabo en Trabajo,
consumismos y nuevos pobres (1998). Edición en español de Gedisa,
Barcelona, 2000].
Frente a una “legislación social líquida”, resultado de inagotables
intervenciones normativas “a ensayo y error” que se suceden sin fin desde hace
más de treinta años, puede y debe defenderse otra manera de legislar. Además
del respeto a la técnica legislativa y a la naturaleza de las instituciones, es
preciso que la evaluación de las reformas anteriores sea punto de partida
inexcusable de las siguientes. Y es necesario insistir en el valor del “diálogo
social” y devolver al debate parlamentario el protagonismo cedido a la
legislación de urgencia. Pero, sobre todo, y en relación con esto último, es imperativo
que los objetivos de cualquier nueva reforma se identifiquen y concreten por
referencia a un modelo de relaciones laborales posible. Un modelo que debe ser
construido teniendo en cuenta el hecho de que vivimos en un mundo global que se
adentra a toda velocidad hacia otra revolución industrial, pero sin desconocer que
las normas jurídicas que le dan forma han de incorporar valores
socialmente asumidos y expresados democráticamente. Lo que se pide no es tarea
sencilla. La modernidad líquida también se caracteriza, como repetidamente ha explicado
BAUMAN —últimamente en Estado de Crisis,
con C. Bordoni (Paidós, 2016)— por la separación entre el poder y la política.
Pero que sea difícil, no significa que sea imposible. O que los ciudadanos no
debamos exigirlo.
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